Por: Alejandra Yepes
Ilustración 1. El Jardín de la Muerte (Hugo Simberg, 1896).
La experiencia del miedo es subjetiva, ¿no? Lo que asusta a una persona puede divertir a otra, viceversa, o ambas cosas al mismo tiempo. Una búsqueda rápida de Google te mostrará las 10 o 20 piezas más terroríficas de la música clásica, con los protagonistas consabidos: brujas, seres fantásticos, apariciones sobrenaturales y, por supuesto, la muerte. Y si consumes cine de terror, seguramente ya reconoces de inmediato las características sonoras que tienen en común estas piezas. Pero ¿por qué tienen éxito estas estrategias para producir terror en oyentes y espectadores? Sigue leyendo para saber más acerca del consenso popular sobre la música que da miedo.
Cuando hablamos de terror nos referimos a una forma intensa de miedo. El miedo es entendido desde la psicología como una emoción básica, negativa, que sucede en respuesta a un estímulo percibido como peligroso. Esto quiere decir que lo que nos suscita miedo es la anticipación de lo que ocurrirá entre nosotros y la amenaza, un futuro desconocido.
El miedo a lo desconocido, dejando de lado los clichés, parece tener un sentido evolutivo. Con base en marcos teóricos de las neurociencias, se ha desarrollado cierta codificación de los estímulos sensoriales según la manera como son procesados por el cerebro. De esta manera, elementos sonoros como el ritmo o las dinámicas pueden asociarse con pisadas, respiraciones, nociones de cercanía o lejanía, y movimiento. Un ejemplo de esto es el tema de la película de Steven Spielberg Jaws (1975), compuesto por John Williams, donde varios elementos musicales sugieren el acecho y el acercamiento progresivo de algún depredador.
Otro componente de la música, las alturas, se emplea también para efectos terroríficos en la forma de disonancias, las cuales se argumenta que producen incomodidad física por los choques entre las frecuencias de sus ondas, generando inquietud o perturbación, percepciones que asociamos mentalmente con el miedo. El tritono, intervalo célebremente diabólico, es el ejemplo preferido por los historiadores de la música, y por su causa se le atribuye un carácter terrorífico intrínseco a la Danza Macabra Op. 40 de Camille Saint-Saëns.
Todas estas explicaciones tienen sentido, por supuesto. El Dies Irae del Réquiem de Giuseppe Verdi, o el quinto movimiento de la Sinfonía Fantástica de Hector Berlioz, surtirán seguramente efectos inquietantes, de ansiedad y expectativa, si se las escucha sin ningún tipo de contexto. Ambas piezas se basan en un motivo común, proveniente de una secuencia utilizada en la liturgia romana de la misa por los difuntos. Originalmente se trata de un canto llano (gregoriano), el cual no posee ningún salto de tritono, orquestaciones diferentes de la voz humana, efectos de sonido que imiten gritos ni respiraciones agitadas, ni nada por el estilo. Probablemente escucharla sin ningún contexto no cause inquietud alguna. Pero ¿cómo cambia nuestra percepción de lo aterrador de este canto si tenemos en mente que trata sobre el Juicio Final, la resurrección de los muertos y la posibilidad de la eterna condena? ¿Nos sorprende, entonces, encontrar en la crítica de casi cualquier misa de Réquiem una alusión a su carácter terrorífico?
Como decía más arriba, el arte del terror juega con el miedo a lo desconocido, o más bien, a lo incontrolable. El origen de la música de terror no se encuentra en las películas de vampiros, zombies y asesinos; sino muchísimo tiempo antes. Ya desde la alegoría teatral Ordo Virtutum, de Hildegard de Bingen, vemos representaciones musicales desagradables o inquietantes de personajes malévolos o amenazadores, como el Diablo, que grita o gruñe mientras el resto de los personajes cantan.
Ilustración 2. Hechicera y brujas en la producción de Dido y Eneas (H. Purcell) de la Ópera de Sarasota. (Rod Millington, Sarasota Opera, 2021).
Las óperas barrocas frecuentemente incluyeron personajes de brujas y hechiceras, provenientes de mitos y leyendas más antiguas. Estos personajes entonaban arias compuestas conforme a algunas convenciones del estilo y de la época, según las cuales el uso de elementos musicales (como ciertos gestos melódicos y armónicos) suscitaría afectos determinados y tendría una función narrativa. Más adelante, durante el siglo XIX, en el período conocido como el Romanticismo, compositores y compositoras retomaron el acervo mitológico como tópicos para su música. De esta manera, imágenes e historias de monstruos, seres fantásticos, brujas, demonios, la magia y la muerte buscaron su expresión en las salas de concierto.
Los formatos instrumentales de esta época no contaban con la ayuda del texto cantado para aclarar la imagen de terror que subyacía a la música que se escuchaba. Tampoco tenían el elemento escénico de la ópera, el ballet, o una cinta proyectada en una pantalla para representar en simultáneo la historia. Sin embargo, simplemente estimulando la imaginación de los oyentes, se lograba cierta representación interna, es decir, que se asustaran por sí mismos, con sus propias nociones del tema en cuestión. Esto se llevaba a cabo indicando explícitamente el programa, es decir, la narrativa que inspiró la composición de la obra. Por ejemplo, en el poema sinfónico de Antonín Dvořák La bruja del mediodía, lo más aterrador no es la existencia o la posible aparición de la criatura, por muy horrible que sea. Saber que causa la muerte de los niños es probablemente un aspecto crucial en el terror que puede producir.
Ilustración 3. Captura de la secuencia de Fantasía (1940) de Una noche en el Monte Calvo, de Modest Mussorgsky.
En todos los ejemplos que he mencionado se pone en evidencia algo más que un uso magistral de recursos sonoros intrínsecamente relacionados con el miedo. La música de terror lleva estos recursos un poco más allá, enriqueciendo la escucha con una dimensión psicológica. Imágenes, conceptos y eventos narrativos que dialogan con el sonido se vuelven determinantes para la experiencia del terror. Más aún, la manera como transmitimos nuestras experiencias con la música a otras personas, puede proporcionarles ya una base cognitiva y una disposición a experimentarla en todas sus posibilidades emocionales. De ahí que podamos estar de acuerdo en que la música da miedo si habla de cosas que sabemos que dan miedo… siempre que nos demos la oportunidad de sentirlo.
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