EL OYENTE MUDO:
UNA REFLEXIÓN SOBRE EL CONCIERTO SINFÓNICO

Por: Laura Rodríguez

Recuerdo uno de los primeros conciertos a los que me llevaron mis padres. Era el auditorio de la academia de música, dos de las violinistas de la orquesta eran mis profesoras. Recuerdo verlas salir al escenario disfrazadas de muñecas, con las mejillas coloradas y un gran pedazo de cartón en la espalda que era la llave que se debía girar para darles cuerda. No sé cuál fue el programa de la noche, pero recuerdo que en una parte las muñecas empezaron a tocar como adormecidas, cada vez más lento, hasta que al final se dejaron caer y quedaron dobladas en sus sillas. Alguien, tal vez un flautista, le dio cuerda a una y luego a la otra, las muñecas se levantaron y la música pudo continuar. La orquesta era algo muy divertido.

Con los años dejé de ir a esas funciones para niños. Aunque escuché a otras orquestas, nunca más encontré un concierto sinfónico en el que la risa del público fuera algo apropiado, aún menos un efecto que el performance quisiera producir. De mirar a la audiencia aprendí que hay que esperar al aplauso para toser o moverse en la silla, que no se cantan ni se silban las melodías favoritas, que no se habla mientras hay música y, sobre todo, que el concierto es un evento solemne. Recuerdo ahora que el compositor William Bolcom se ha referido al repertorio canónico de la música europea como «the serious music»1.

Poco a poco los gestos del público se convirtieron en mi propio comportamiento. Me acostumbré a que esta forma de escuchar estuviera atada a la práctica de lo que hoy llamamos, de manera algo imprecisa, música clásica. Al mismo tiempo crecía mi fascinación por el rock. Sucede que en este siglo, que hierve en conexiones interculturales, las audiencias casi nunca son exclusivas. Y quizás porque conocemos otras formas de la música en vivo las particularidades del concierto clásico se nos hacen mucho más evidentes.


Tal vez pensemos que el comportamiento del público en un concierto es un problema para dejarles a los organizadores de eventos. Pero también sabemos que escuchar una canción en un estadio entre miles de personas mojadas por la lluvia no es igual a escuchar esa misma canción sentado en el sillón de un auditorio silencioso. La experiencia total de un concierto invita a cada oyente a posicionarse de una manera específica para escuchar. Y al igual que el lugar desde donde miramos un paisaje condiciona qué cosas podemos ver, así mismo la manera en la que escuchamos determina qué puede decirnos la música. El evento material y social de un concierto es inseparable de cómo la música produce un significado.

 

La acción de escuchar a una orquesta sinfónica en vivo parece haberse identificado con todo el protocolo de un concierto clásico. ¿Por qué? En principio habría que decir que las dos cosas no nacieron juntas. La orquesta empezó a tener una formación parecida a la que conocemos hoy hacia el final del siglo XVIII, cuando las primeras sinfonías ya llevaban unas décadas sonando en los palacios de Mannheim y Viena. ¿Y cómo escuchaban las cortes europeas de entonces? Quizás nos venga a la mente esa escena de Amadeus en la que Mozart estrena El rapto en el serrallo en un teatro lleno de nobles que miran absortos a la cantante. Pero los investigadores cuentan otra historia. El historiador James Johnson dice del público de la Ópera de París que «aunque la mayoría estaba en sus asientos hacia el final del primer acto, el movimiento continuo y el leve murmullo de la conversación nunca se detenían por completo»2. Johnson cuenta cómo los jóvenes caminaban de un lado a otro y cómo los príncipes charlaban con los duques en la primera fila. Aún a mediados del siglo XIX los conciertos clásicos no eran precisamente un ritual silencioso. El pianista Kenneth Hamilton escribe que los recitales de piano, en especial los de Liszt, eran una especie de show de variedades donde el intérprete hacía juegos de improvisación en los que participaba la audiencia3. Los asistentes podían incluso gritarle al pianista los nombres de las piezas que querían escuchar y el intérprete, de vez en cuando, los complacería.

Casi nadie iba a un concierto a maravillarse ante la música. Parece que la costumbre de escuchar en silencio nació cuando los nuevos ricos empezaron a tomarse los espacios que antes ocupaban las cortes. Quizás el nuevo público se permitió asombrarse ante esa experiencia que por mucho tiempo había sido inaccesible. El crítico Alex Ross sugiere que la burguesía tenía miedo de perder su posición social del mismo modo en que la habían ganado, de ahí que la etiqueta de concierto se hiciera cada vez más compleja. La clase media necesitaba demostrar que era parte de una exclusiva élite cultural4. Ir a un concierto se volvió un performance en sí mismo.

Frente a una audiencia más atenta y más respetuosa que nunca, las obras pasaron a primer plano. Ahora los compositores podían darse el lujo de usar un pianissimo y los intérpretes podían hacerlo sonar en extremo frágil y delicado. Ninguna nota sería desperdiciada en el silencio impecable de la sala.

Ross opina que la costumbre de no aplaudir entre movimientos se hizo popular hacia 1950. Su teoría es que la posibilidad de escuchar música en casa hizo a la audiencia aún más pasiva. El oyente de radio –o de Spotify– es un oyente completamente mudo. Y la música que se graba en el silencio absoluto de un estudio ya contiene en sí misma ese mutismo. Escuchar música dejó de ser sólo un evento social y cada vez más se convirtió en algo íntimo. Los audífonos, por ejemplo, logran el efecto de que la música suceda al interior de uno mismo, permiten que esa escucha interna se expanda hasta el punto de cancelar los sonidos del mundo. Theodor Adorno describía la experiencia sinfónica como un momento en el que el sujeto entra en un reino infinito, un espacio sin límites, que existe en su interior.

Si los oyentes ahora somos más mudos e introspectivos que nunca, tal vez la ceremonia del concierto clásico sobrevive por algo más que costumbre. En estos tiempos, uno de los retos de escuchar una sinfonía es mantenerse atento durante toda la obra. También los aprendices de músico debemos trabajar para desarrollar una atención profunda y continua. En medio de la agitación moderna, el concierto sinfónico ofrece la posibilidad de la contemplación durante hora y media –en horarios no laborales, a un módico precio.

Algunas veces se ha intentado proponer nuevas prácticas de concierto. En el 2018 la South Netherlands Phillarmonic diseñó un espacio en el la orquesta estaba dividida en varias plataformas. La gente podía pasearse entre ellas, escuchar de cerca a la sección de cuerdas y después ir hacia el solista o hacia la sección de vientos. En la primera noche del evento el público encontró un balcón que por casualidad estaba en frente de las plataformas. Allí se sentaron para escuchar a la orquesta, desde lejos e inmóviles. Si esta es la manera en la que aprendimos a encontrar algún sentido en la música sinfónica, ¿por qué querríamos abandonarla? ¿Y qué hay de los músicos? ¿Qué intérprete querría dedicarle años de su vida a un repertorio que al final quedaría sepultado entre chismes, ringtones y pasos?

¿No podremos nunca escuchar a la orquesta de otra manera? El concierto sinfónico nos pide callar al cuerpo, fingir que no canta, que no lo mueve la música. Nos pide el aplauso no cuando es honesto, porque algo nos conmueve, sino cuando es apropiado. Nos pide recibir lo que ocurre en el escenario sin poder participar en crearlo. ¿Será necesario limitar a la audiencia para poder liberar a la música?

Los músicos cargan sus propias cadenas. Con una mayor atención de la audiencia vino un mayor rigor en el entrenamiento del intérprete. Vivimos en la época de mayor excelencia musical y de mayor proliferación de cuadros clínicos de ansiedad. Es común saber de estudiantes que abandonan una carrera en la música por miedo a no alcanzar jamás un nivel de concertista. Ni hablar del tema de tocar siempre en vestido o en smoking.

¿Y por qué tenemos la sensación de que escuchar música clásica en vivo es una cosa para unos pocos iniciados? A diferencia de un concierto de rock o de reggaetón, no nos resulta evidente cómo encontrarle significado a una experiencia tan hermética. Ir a un concierto sin entender sus normas puede ser una cosa hostil, como ir al culto de una religión que uno no profesa.

Hace unos años Jordi Savall y Le Concert des Nations tocaron en Bogotá varias piezas que sonaban en los bailes reales del Versalles barroco. La música se tocó con un rigor histórico impecable, pero en el teatro nadie bailó. Quizás haya que abrir las posibilidades del concierto clásico para que el sentido de algunas obras no se pierda en nombre de un protocolo vacío. Algunos compositores seguirán pidiendo la atención muda del oyente. Cada obra contiene en sí misma una idea de su público ideal y habría que imaginar nuevos conciertos en los que pueda nacer el público que cada obra solicita. Tal vez esto crearía espacios para que el oyente salga de su largo silencio y pueda participar en una música nueva, una música viva.

Notas
1. Citado en Dempster (2000).
2. Johnson (1995). La traducción es mía.
3. Hamilton (2008).
4. Ross (2008).

 

Bibliografía

Chua, Daniel K. L. (2016). Adorno’s Symphonic Space-Time and Beethoven’s Time Travel in Space.

New German Critique, No. 129, pp. 113-137

Dempster, Douglas. (2000). Wither The Audience For Classical Music?. Symphony Orchestra Institute.

Hamilton, Kenneth. (2008). After The Golden Age: Romantic Pianism and Modern Performance. Oxford University Press.

Johnson, James. (1995). Listening in Paris, A Cultural History. University of California Press.

Molleson, Kate. (2013). A quiet word about classical concert etiquette. The Guardian.

Ross, Alex. (2008). Why So Serious? How the classical concert took shape. The New Yorker, September 8 2008 Issue.

Stepniak, Michael. (2017). Beyond Beauty, Brilliance, and Expression: On Reimagining Jazz and Classical Music Performance Training & Reconnecting with the General Public. College Music Symposium.

Veerle Spronck, Peter Peters & Ties van de Werff. (2021). Empty Minds: Innovating Audience Participation in Symphonic Practice. Science as Culture, 30:2, 216-236, DOI:10.1080/09505431.2021.189368

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